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Paladares Mundo

24 de febrero de 2013

Mi infancia está regada de moras‏

A mano izquierda, a unos 2 km de la salida de Mérida, vía al páramo, está la entrada a El Vallecito. La carretera rural serpentea en pendiente por otros 7 km más, y termina de bruces en la iglesia de Las Mercedes, 600 metros más arriba de la ciudad capital, convirtiéndose en un mirador privilegiado de El Valle de La Culata. Cuando mi padre comenzó a subir, hace 40 años, lo hacía en moto porque se trataba de un camino de tierra lo suficientemente escabroso como para poner a pensar a automovilistas duchos. Justo donde se termina la carretera hay una casa en donde vivían dos hermanas, las María, que prácticamente nunca salían de la montaña, y que pasaban el día alimentando su cocina de leña, ordeñando, sembrando flores que vendían, haciendo jabón de tierra y arepas peladas con la ceniza de la cocina, dejando caer cebo de res en hilos colgados para hacer velas cónicas y moliendo café en una moledora manual. Tanto amaba mi padre ese lugar, que compró un pedacito de tierra y se dijo el clásico “algún día viviré aquí”. Con el tiempo ensancharon la carretera y mi padre comenzó a llevarnos casi todos los fines de semana. Para entonces yo tendría unos 10 años y mi padre era casi una década más joven de lo que soy yo ahora. Las hermanas María pasaron a ser mis abuelas María y El Vallecito se fue convirtiendo en nuestra casa, aun antes de serlo.



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