En Londres, Milán, Copenhague,
Lima y Kioto, cinco restaurantes que son memorables no solo por la comida, sino
también por los detalles.
El lugar ideal para una
celebración, el detalle en la decoración, el cordial trato con los camareros,
la parada más recomendable para reponer fuerzas, el chef que cocina a la
vista... Monocle ha viajado alrededor del mundo para encontrar los mejores locales.
KILN, Kioto
En Kiln, un restaurante de Kioto
(Japón) que abrió en enero, solamente hay cuatro mesas para un total de 36
comensales. La disposición pretende crear una experiencia comunitaria en la que
los comensales en ocasiones se sientan al lado de alguien a quien no conocen.
“Queríamos que los clientes compartiesen la mesa, el espacio, como en casa”,
dice la chef principal, Masayo Funakoshi, acerca de su colaboración con el
restaurador Youngkwan Bay. “Quizá no compartas la comida con el grupo que está
al lado del tuyo, pero si es el cumpleaños de alguien y todo el mundo se pone a
cantar, eso puede ser el inicio de una conversación. Sucede muy a menudo”.
La manera de sentarse no es lo
único que no es convencional. Funakoshi optó porque no hubiese paredes entre la
cocina y el comedor. La idea, dice, era revelar lo máximo posible acerca de la
preparación y de los ingredientes. “Veo muchas casas de comidas y restaurantes
que no hablan sobre el proceso y los ingredientes, pero creo que deberían ser
más abiertos al respecto”, dice Funakoshi.
Kiln ofrece una manera de comer
más informal y experimental que aquella a la que la mayoría de los japoneses
están acostumbrados. El menú —lo que Funakoshi llama cocina “de estilo libre”—
refleja su aprendizaje en los restaurantes de vanguardia wd-50, Union Pacific y
Blue Hill, y el tiempo que pasó con los chefs de Chez Panisse en Berkeley,
California. Mucho de lo que sirve es de estación, lo ha rebuscado entre
ingredientes de producción local y es de elaboración casera.
Los favoritos incluyen foie-gras
crudo marinado en posos de sake, salchicha de jabalí, harissa casera y el
vinagre de vino y las verduras encurtidas Kyo-yasai, procedentes de granjas en
los alrededores de la prefectura de Kioto. Cada comida termina con un cuenco
compartido de matcha, el té verde en polvo. / K. H.
CENTRAL, Lima
La pared de vidrio que divide la
cocina abierta del Central de sus comensales es un teatro de doble sentido que
permite a los asistentes maravillarse ante la calmada precisión de las
operaciones de Virgilio Martínez mientras calibra el efecto de sus platos más
inventivos. Además, la mesa del chef, una íntima plancha de granito para cuatro
comensales, escondida a un lado de la cocina entre la cava del cacao y un pacay
centenario, ofrece la oportunidad de conocer la trastienda del restaurante.
Actualmente en su cuarto año, el
Central ha pasado de ser el secreto mejor guardado de Lima a convertirse en uno
de los 50 mejores restaurantes del mundo, y sigue siendo el laboratorio
creativo de Martínez para aquellos ingredientes peruanos infrecuentes que
obtiene rebuscando en zonas que van desde el Amazonas hasta los Andes.
“Mi objetivo en el Central es
transmitir un relato del Perú contemporáneo, no su historia, sino la tierra,
las regiones y la gente que hacen de Perú lo que es hoy”, dice Martínez. En la
mesa del chef, Virgilio sirve un menú-degustación, un viaje de 10 platos por el
país. Un suculento pulpo de roca de la costa limeña descansa sobre un lecho de
maíz morado de Cuzco, y unos camarones de río bajoandinos se combinan con
cushuro, unas colonias de bacterias similares a las algas que se encuentran en
los lagos de las zonas altas de Puno y se sirven con semillas fucsia de
airanto, una baya espinosa de los Andes.
A menudo, Martínez se sumerge en
la cocina en busca de ingredientes frescos, sin ningún parecido a los que se
encuentran en otras mesas de chefs a lo largo del mundo. / L. H.
OSLO COURT, Londres
Puede que no haya sido el primero
en ocupar la zona de restaurantes de los bloques de apartamentos de Oslo Court,
pero es el que ha situado en el mapa esta dirección del norte de Londres. Su
decoración no ha cambiado demasiado desde el día de su apertura en 1982: unos
matices en los manteles rosados (hoy son color salmón claro) y flores de color
rosa. Todo ello hace pensar que quizá el menú tampoco haya cambiado mucho.
Aunque lo llevan dos hermanos gallegos (Tony Sánchez en la sala, y José en la
cocina), su menú es francés y bien clásico: steak Diane y cangrejo a la
Rochelle son firmes favoritos.
La decoración de las mesas, los
camareros con pajarita y los comensales elegantes (a menudo mayores) quizá
resulten formales, pero las veladas son familiares e informales. Ya sean los
camareros o los clientes, todos se sienten como en casa, lo cual implica que
cualquier cosa que necesiten se les proporcionará. “Podemos cocinarle lo que
quiera”, dice Tony; pedir algo que no esté en la carta no resulta inapropiado,
sino simplemente una extensión de la actitud servicial y afectuosa del Oslo
Court.
Abundan las anécdotas acerca de
hasta dónde puede llegar ese afecto. Hace varios años, una clienta habitual
había pedido morir en Oslo Court y de hecho lo hizo: en una mesa con su familia
alrededor. Los que conforman el público del restaurante son una panda de
habituales verdaderamente entregados: Tony sujeta bajo el brazo el libro de
reservas del Oslo Court, lleno de faxes (sí, de faxes) de comensales que a
veces piden reservar durante un periodo de doce meses seguidos.
Las mesas pueden ser arduas de
conseguir, pero un restaurante genuinamente popular es algo bueno y quizá sea
esa una de las razones por las que una comida en Oslo Court puede durar hasta
las seis de la tarde. / D. M.
MASUELLI, Milán
El panorama de los restaurantes
de una ciudad está en constante movimiento, con nuevas y audaces apariciones
que surgen repentinamente para promover modas culinarias y recetas de nombres
raros servidas en platos de formas todavía más raras. En Italia, las casas de
comida modernas tienen su lugar, pero los lugareños atraídos por lo tradicional
no le van a dar la espalda a una de las instituciones más apreciadas del país:
la trattoria familiar.
Abierta en 1921, la Trattoria
Masuelli San Marco de Milán proporciona lo que busca la mayoría de italianos
cuando quieren comer fuera: comida familiar en un entorno familiar. En Masuelli,
los clientes se sientan en robustas sillas Thonet que datan de la apertura del
restaurante. En el comedor principal se sientan bajo un par de lámparas de
araña de la marca Venini diseñadas por Gio Ponti en los años treinta. Los
visitantes pueden posar sus codos en las mismas mesas de madera donde, en los
ochenta, Carlo Petrini y sus amigos aficionados a la gastronomía comían y
debatían ideas para una nueva revista que llegó a conformar la filosofía del
movimiento italiano Slow Food (comida sin prisas). Una placa en la pared
conmemora los encuentros editoriales y epicúreos del grupo. Hoy día es más
probable que te encuentres al director general de una importante marca italiana
de moda haciendo negocios durante la comida escondido en una recóndita sala
lateral, o a uno de los habituales del restaurante que, tras una comida, se
entretiene charlando con el dueño, Pino Masuelli.
En la cocina, la mujer de Pino,
Tina, y su hijo Max preparan una mezcla de clásicos piamonteses y lombardos
empleando ingredientes de calidad producidos en la región. “Es cocina casera,
sencilla y corriente. Las recetas han ido pasando de generación en generación”,
dice Max, señalando las viejas fotografías de sus abuelos —los propietarios
originales— enmarcadas en la pared. En verano hacen vitello tonnato, finas
lonchas de ternera fría servidas con una salsa tipo mayonesa elaborada con atún
y alcaparras, y marisco del Mediterráneo. En invierno, los comensales disfrutan
del risotto y de platos rústicos como la cassoeula, un estofado de cerdo con
repollo y polenta. / I. C.
SCHØNNEMANN, Copenhague
Seamos claros: “sin florituras”
no tiene por qué implicar baja calidad, y el mejor restaurante smørrebrød de
Copenhague, Schønnemann, es un buen ejemplo de ello. “Cuando compramos el
restaurante en 2007, su momento de gloria había pasado. Nosotros queríamos
devolvérsela”, dice Søren Puggaard, copropietario del establecimiento junto a
su socio, John Puggaard. “Nada era casero, el buen ambiente había desaparecido.
Para mí, darle un giro comenzaba con la calidad de los ingredientes. No hacemos
las cosas sacándolas de bolsas del congelador o de tarrinas. Ha de usarse el
pan de centeno apropiado, mantequilla genuina, nuestro propio arenque encurtido
y mayonesa casera”. El smørrebrød comienza con pan de centeno casero de masa
fermentada. El lecho de este sándwich abierto escandinavo se puede untar con
mantequilla o manteca y coronarse con carne o pescado.
Aunque el restaurante se
especialice en sándwiches abiertos tradicionales de Dinamarca con montañas de
pescado y guarniciones, no han temido innovar y emplean migas de pan japonés
panko para el clásico sándwich de platija frita, por ejemplo, y conciben nuevos
toppings dedicados a chefs locales famosos (el de René Redzepi —chef del
cercano restaurante Noma— es abadejo con crema de pepino). Søren está orgulloso
de haber logrado bajar la edad media de los comensales a treintañeros.
Para Søren, el smørrebrød debe
ser algo simpático, informal y con no poco alcohol. “El smørrebrød implica un
ritual: lleva su tiempo. Una comida danesa como debe ser dura hora y media”,
dice, añadiendo con firmeza: “Y has de beberte unos snaps [aguardiente
especiado]”.
Schønnemann almacena más de
noventa variedades de aguardiente danés. “Es importante dar con el más adecuado
para el smørrebrød, como haría un somelier con el vino. Y los snaps nunca se
han de servir directamente del congelador (como hacen la mayoría de los
daneses). Eso mata el sabor”.
Por:
Vinogourmet
Ensenada Baja California -
México.