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Paladares Mundo

28 de julio de 2013

Mesas que enamoran


En Londres, Milán, Copenhague, Lima y Kioto, cinco restaurantes que son memorables no solo por la comida, sino también por los detalles.

El lugar ideal para una celebración, el detalle en la decoración, el cordial trato con los camareros, la parada más recomendable para reponer fuerzas, el chef que cocina a la vista... Monocle ha viajado alrededor del mundo para encontrar los mejores locales.

KILN, Kioto

En Kiln, un restaurante de Kioto (Japón) que abrió en enero, solamente hay cuatro mesas para un total de 36 comensales. La disposición pretende crear una experiencia comunitaria en la que los comensales en ocasiones se sientan al lado de alguien a quien no conocen. “Queríamos que los clientes compartiesen la mesa, el espacio, como en casa”, dice la chef principal, Masayo Funakoshi, acerca de su colaboración con el restaurador Youngkwan Bay. “Quizá no compartas la comida con el grupo que está al lado del tuyo, pero si es el cumpleaños de alguien y todo el mundo se pone a cantar, eso puede ser el inicio de una conversación. Sucede muy a menudo”.

La manera de sentarse no es lo único que no es convencional. Funakoshi optó porque no hubiese paredes entre la cocina y el comedor. La idea, dice, era revelar lo máximo posible acerca de la preparación y de los ingredientes. “Veo muchas casas de comidas y restaurantes que no hablan sobre el proceso y los ingredientes, pero creo que deberían ser más abiertos al respecto”, dice Funakoshi.

Kiln ofrece una manera de comer más informal y experimental que aquella a la que la mayoría de los japoneses están acostumbrados. El menú —lo que Funakoshi llama cocina “de estilo libre”— refleja su aprendizaje en los restaurantes de vanguardia wd-50, Union Pacific y Blue Hill, y el tiempo que pasó con los chefs de Chez Panisse en Berkeley, California. Mucho de lo que sirve es de estación, lo ha rebuscado entre ingredientes de producción local y es de elaboración casera.

Los favoritos incluyen foie-gras crudo marinado en posos de sake, salchicha de jabalí, harissa casera y el vinagre de vino y las verduras encurtidas Kyo-yasai, procedentes de granjas en los alrededores de la prefectura de Kioto. Cada comida termina con un cuenco compartido de matcha, el té verde en polvo. / K. H.

CENTRAL, Lima

La pared de vidrio que divide la cocina abierta del Central de sus comensales es un teatro de doble sentido que permite a los asistentes maravillarse ante la calmada precisión de las operaciones de Virgilio Martínez mientras calibra el efecto de sus platos más inventivos. Además, la mesa del chef, una íntima plancha de granito para cuatro comensales, escondida a un lado de la cocina entre la cava del cacao y un pacay centenario, ofrece la oportunidad de conocer la trastienda del restaurante.

Actualmente en su cuarto año, el Central ha pasado de ser el secreto mejor guardado de Lima a convertirse en uno de los 50 mejores restaurantes del mundo, y sigue siendo el laboratorio creativo de Martínez para aquellos ingredientes peruanos infrecuentes que obtiene rebuscando en zonas que van desde el Amazonas hasta los Andes.

“Mi objetivo en el Central es transmitir un relato del Perú contemporáneo, no su historia, sino la tierra, las regiones y la gente que hacen de Perú lo que es hoy”, dice Martínez. En la mesa del chef, Virgilio sirve un menú-degustación, un viaje de 10 platos por el país. Un suculento pulpo de roca de la costa limeña descansa sobre un lecho de maíz morado de Cuzco, y unos camarones de río bajoandinos se combinan con cushuro, unas colonias de bacterias similares a las algas que se encuentran en los lagos de las zonas altas de Puno y se sirven con semillas fucsia de airanto, una baya espinosa de los Andes.

A menudo, Martínez se sumerge en la cocina en busca de ingredientes frescos, sin ningún parecido a los que se encuentran en otras mesas de chefs a lo largo del mundo. / L. H.

OSLO COURT, Londres

Puede que no haya sido el primero en ocupar la zona de restaurantes de los bloques de apartamentos de Oslo Court, pero es el que ha situado en el mapa esta dirección del norte de Londres. Su decoración no ha cambiado demasiado desde el día de su apertura en 1982: unos matices en los manteles rosados (hoy son color salmón claro) y flores de color rosa. Todo ello hace pensar que quizá el menú tampoco haya cambiado mucho. Aunque lo llevan dos hermanos gallegos (Tony Sánchez en la sala, y José en la cocina), su menú es francés y bien clásico: steak Diane y cangrejo a la Rochelle son firmes favoritos.

La decoración de las mesas, los camareros con pajarita y los comensales elegantes (a menudo mayores) quizá resulten formales, pero las veladas son familiares e informales. Ya sean los camareros o los clientes, todos se sienten como en casa, lo cual implica que cualquier cosa que necesiten se les proporcionará. “Podemos cocinarle lo que quiera”, dice Tony; pedir algo que no esté en la carta no resulta inapropiado, sino simplemente una extensión de la actitud servicial y afectuosa del Oslo Court.

Abundan las anécdotas acerca de hasta dónde puede llegar ese afecto. Hace varios años, una clienta habitual había pedido morir en Oslo Court y de hecho lo hizo: en una mesa con su familia alrededor. Los que conforman el público del restaurante son una panda de habituales verdaderamente entregados: Tony sujeta bajo el brazo el libro de reservas del Oslo Court, lleno de faxes (sí, de faxes) de comensales que a veces piden reservar durante un periodo de doce meses seguidos.

Las mesas pueden ser arduas de conseguir, pero un restaurante genuinamente popular es algo bueno y quizá sea esa una de las razones por las que una comida en Oslo Court puede durar hasta las seis de la tarde. / D. M.

MASUELLI, Milán

El panorama de los restaurantes de una ciudad está en constante movimiento, con nuevas y audaces apariciones que surgen repentinamente para promover modas culinarias y recetas de nombres raros servidas en platos de formas todavía más raras. En Italia, las casas de comida modernas tienen su lugar, pero los lugareños atraídos por lo tradicional no le van a dar la espalda a una de las instituciones más apreciadas del país: la trattoria familiar.

Abierta en 1921, la Trattoria Masuelli San Marco de Milán proporciona lo que busca la mayoría de italianos cuando quieren comer fuera: comida familiar en un entorno familiar. En Masuelli, los clientes se sientan en robustas sillas Thonet que datan de la apertura del restaurante. En el comedor principal se sientan bajo un par de lámparas de araña de la marca Venini diseñadas por Gio Ponti en los años treinta. Los visitantes pueden posar sus codos en las mismas mesas de madera donde, en los ochenta, Carlo Petrini y sus amigos aficionados a la gastronomía comían y debatían ideas para una nueva revista que llegó a conformar la filosofía del movimiento italiano Slow Food (comida sin prisas). Una placa en la pared conmemora los encuentros editoriales y epicúreos del grupo. Hoy día es más probable que te encuentres al director general de una importante marca italiana de moda haciendo negocios durante la comida escondido en una recóndita sala lateral, o a uno de los habituales del restaurante que, tras una comida, se entretiene charlando con el dueño, Pino Masuelli.

En la cocina, la mujer de Pino, Tina, y su hijo Max preparan una mezcla de clásicos piamonteses y lombardos empleando ingredientes de calidad producidos en la región. “Es cocina casera, sencilla y corriente. Las recetas han ido pasando de generación en generación”, dice Max, señalando las viejas fotografías de sus abuelos —los propietarios originales— enmarcadas en la pared. En verano hacen vitello tonnato, finas lonchas de ternera fría servidas con una salsa tipo mayonesa elaborada con atún y alcaparras, y marisco del Mediterráneo. En invierno, los comensales disfrutan del risotto y de platos rústicos como la cassoeula, un estofado de cerdo con repollo y polenta. / I. C.

SCHØNNEMANN, Copenhague

Seamos claros: “sin florituras” no tiene por qué implicar baja calidad, y el mejor restaurante smørrebrød de Copenhague, Schønnemann, es un buen ejemplo de ello. “Cuando compramos el restaurante en 2007, su momento de gloria había pasado. Nosotros queríamos devolvérsela”, dice Søren Puggaard, copropietario del establecimiento junto a su socio, John Puggaard. “Nada era casero, el buen ambiente había desaparecido. Para mí, darle un giro comenzaba con la calidad de los ingredientes. No hacemos las cosas sacándolas de bolsas del congelador o de tarrinas. Ha de usarse el pan de centeno apropiado, mantequilla genuina, nuestro propio arenque encurtido y mayonesa casera”. El smørrebrød comienza con pan de centeno casero de masa fermentada. El lecho de este sándwich abierto escandinavo se puede untar con mantequilla o manteca y coronarse con carne o pescado.

Aunque el restaurante se especialice en sándwiches abiertos tradicionales de Dinamarca con montañas de pescado y guarniciones, no han temido innovar y emplean migas de pan japonés panko para el clásico sándwich de platija frita, por ejemplo, y conciben nuevos toppings dedicados a chefs locales famosos (el de René Redzepi —chef del cercano restaurante Noma— es abadejo con crema de pepino). Søren está orgulloso de haber logrado bajar la edad media de los comensales a treintañeros.

Para Søren, el smørrebrød debe ser algo simpático, informal y con no poco alcohol. “El smørrebrød implica un ritual: lleva su tiempo. Una comida danesa como debe ser dura hora y media”, dice, añadiendo con firmeza: “Y has de beberte unos snaps [aguardiente especiado]”.

Schønnemann almacena más de noventa variedades de aguardiente danés. “Es importante dar con el más adecuado para el smørrebrød, como haría un somelier con el vino. Y los snaps nunca se han de servir directamente del congelador (como hacen la mayoría de los daneses). Eso mata el sabor”.

Por:
Vinogourmet
Ensenada Baja California -  México.

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