Un plato realmente maravilloso de
la cocina oriental venezolana es el cuajao, que apelando al viejo truco
gastronómico de las referencias por comparación (los españoles compararon al
aguacate con peras, para hacerse entender), sería como nuestra versión de
tortilla española de papa, con la diferencia de que se le coloca sofrito y
algún producto marino. He probado cuajaos de camarón, de pescado, de erizo, y
el rey indiscutido: de chucho (mantaraya) salado. Todo venezolano que se
respeta le coloca dulce a la comida, así que el momento genial de esa invención
popular fue agregarle tajadas de plátano frito a la mezcla de huevo. De hecho,
ese plato nuestro, moderno y emblemático, como es el Pastel de Chucho (con
bechamel o no, con queso amarillo o no, con chucho salado o fresco), tiene
claramente su origen en nuestro cuajao oriental. Tanto nos representa en
términos de memoria gustativa, que probablemente el pastel de Chucho es el
plato más versionado por aquellos que están construyendo el actual movimiento
de Alta Cocina Venezolana.
Amo el cuajao y suelo hacerlo. La
primera vez que lo probé fue en el restaurante Friomar de mi amiga Isabel Marín
(“La Negra”) en Boca del Río (península de Macanao), en la isla de Margarita.
Por entrenamiento de oficio tengo buena memoria gustativa, de allí que no me
fue difícil replicar la receta en casa. Con el tiempo le fui dando mi toque
personal. Cada vez que hacía la receta tenía claro que en algo importante
estaba fallando. Podía entender las variaciones de sabor de los ingredientes
distintos que yo había introducido, pero esta falta que hacía que mi cuajao no
fuera como el de Isabel, era algo más complejo. Estaba mas allá de los ingredientes.
Finalmente logré descubrir el truco de Isabel, pero de eso les cuento un poco
más adelante.
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