El éxito resonante del libro "La elegancia del erizo" de la escritora Franco-Marroquí Muriel Barbery, trajo como polizón el primer libro escrito por ella en el 2000 bajo el título "Une gourmandise", y que este año Seix Barral editó en español como "Rapsodia Gourmet". En él se muestra, mediante voces paralelas de diferentes personajes que narran en primera persona, la vida del crítico gastronómico Monsieur Arthens, quien sabiendo que le quedan dos días de vida, resuelve iniciar una búsqueda casi épica hacia sus origenes íntimos luego de haber dejado un mar de heridas y desamores en el camino. Lo hace soltando una frase maravillosa que resume lo que desea hacer en sus tiempos postreros:
"Voy a morir, y no acierto a recordar un sabor que albergo en lo más hondo de mi ser. Se que ese sabor es la verdad primera y última de toda mi vida, que encierra en si la llave de un corazón al que he amordazado desde entonces. Se que es un sabor de infancia, o de adolescencia, un manjar originario y maravilloso, anterior a toda vocación critica, a todo deseo y a toda pretensión..."
No es cualquiera frase. En cada una de sus letras queda resumida la gran tragedia de crecer y madurar. Todo nuestro acercamiento sensorial de la vida posee un origen profundamente sensual, evocador. Cuando nos gusta un arte en particular (llámese cocina, ópera o pintura) pasamos por la vida entrenándonos para entenderlo. Cruzamos la frontera instintiva que inicialmente mueve las mariposas del estómago, agúa ojos y eriza la piel, para adentrarnos (y perdernos) en nuestra propia búsqueda intelectual, una que nos grita ¡Hurra! en donde otros no ven nada. El plato que alguna vez nos gustó desde la crudeza de lo primigenio, sin necesidad de pensar más allá de los "me gusta", pasa a tener textura, temperatura, untuosidad, referentes y hasta una historia que lo valide. Entramos en una balanza en la que para ganar debemos aceptar una pérdida profunda. Obviamente quien se ha entrenado para entender el hecho gastronómico (eufemismo para decir "plato") comienza a disfrutar cosas absolutamente transparentes para otros. Esa ganancia implica la pérdida de lo salvaje, de la irracionalidad del primer enamoramiento, de los acercamientos viscerales. Quien entiende, mas nunca puede dejar de ver cosas y ello es una carga tremenda.
Ayer por razones absolutamente fortuitas me tocó hacer mis hallacas en solitario. Sentía que me enfrentaba a un momento "samurai" porque por primera vez me arriesgaba a hacerlas de memoria sin seguir al pié de la letra la receta familiar sazonada por los cambios que fuimos definiendo en mi casa de adulto casado. Se trataba de un momento muy íntimo, claramente imbuido por 21 años de ejercicio profesional. Todo era muy cuidado hasta que comenzó a oler. En ese momento ya no me importó que los demás fuesen a respetar en unos días la receta del "conocido Chef". Todo se resumió en entender que había asido el instante por el que Monsieur Arthens alargaba sus últimas 48 horas de vida y, como el ya mítico crítico de la caricatura Ratatouille (Anton Ego), me sentí absolutamente frágil ante el plato que estaba construyendo. Entendí, como nunca, porqué la receta de nuestra hallaca no debe ser cambiada. En su preservación hay un cerrojo de la infancia.
Llamé a este artículo "Rapsodia" porque en efecto, nuestro transitar por esa vida que hemos construido con aromas y sabores, es un poema épico digno de la sinfonía de olores caninos que Paul Auster escribió en Timbuktú (libro que recomiendo ampliamente para quienes aman oler); pero hacia el final terminamos, parafraseando a Nietzsche, descubriendo que nuestra "Madurez está en volver a encontrar la seriedad con que jugábanos de niños"
Feliz Navidad compañeros niños, en cinco días estaremos todos en este país sentados en casa, frente a una hallaca, recordando el sabor originario que constituye nuestro ADN previo a toda vocación crítica. Es posible que con el tiempo nos hayamos especializado hasta entender sutilezas como grosor de la masa y si ésta es quebradiza o no, juzgar el color correcto dado por el onoto, entender la jugosidad ideal del relleno, aplaudir la simetría calcada de los adornos y hasta aprender a levantar displicentes una ceja si nos enfrentamos a un amarrado poco profesional. Seguramente habrá sido un camino recorrido que nos llevó a muchos momentos de placer inusitado, pero todo eso quedará en pausa por un rato. No nos importará. Ante la hallaca de la madre, de la abuela, nos rendiremos. Como escribió Muriel Barbery, estaremos ante un sabor que hemos albergado hondo y que posiblemente, sin notarlos, habíamos amordazado.
Sumito Estévez
Caracas - Venezuela
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