Los cocineros tenemos fantasías. Por ejemplo, tenemos la fantasía medio morbosa de que somos omnipotentes castigadores capaces de decidir entre la vida y la muerte. Hábilmente escondemos esa fantasía con el argumento de la frescura extrema y nos lanzamos ávidos contra la mar, nuestra principal víctima ¡No es lo mismo decir "compré pescado fresco", a afirmar que el mismo estaba boqueando cuando llegó a nuestras manos!
La primera vez que fui al Mercado los Cocos, en plan exploratorio para mi restaurante, vi cuando llegó una caja aun chorreante llena de Pez Sapo (capaz de engalanar hasta el más soso caldo) y tuve que contener el impulso natural de tomar uno con las manos ante la fuerte advertencia del vendedor "¡Cuidado! todavía están vivos y si le agarran un dedo, no lo sueltan hasta quitárselo"... Esa noche cuando vi borbotear la blanquísima carne en el gelatinoso caldo con tomate y ají dulce margariteño, era un cocinero con una sonrisa tatuada. Uno que vivía una fantasía.
Los cocineros tenemos fantasías. Por ejemplo, tenemos la fantasía de que tendremos un restaurante perdido en medio de la nada al que vendrán viajantes en busca de cobijo y calor de fogón: los famosos restaurantes de provincia.
Tengo un restaurante llamado Mondeque en una isla que vive de los ánimos colectivos de los temporadista que nos visitan. Obviamente nadie viaja a la isla exclusivamente para probar nuestra comida, pero debo confesar que cada vez que veo entrar por la puerta caras conocidas a las que atendí por casi dos décadas en la capital, se me ilumina el alma y por un ratico fantaseo con una Venezuela llena de pequeños restaurantes regados por su geografía, por los cuales un viajante estaría dispuesto a iniciar el periplo.
Los cocineros tenemos fantasías. Por ejemplo, recurrentemente fantaseamos con un retiro que irónicamente es trabajando en lo mismo. A muchos les he preguntado, y todos han contestado lo mismo: "Un restaurante frente al mar. Una pequeña Posada en la montaña. Sumo, ese será mi retiro". Creo que esos chiringuitos representan la fantasía de la libertad plena. Todo cocinero se inicia al mando de "su cocina" cocinando lo que su primer patrón le indica (comida italiana en mi caso), posteriormente cocinan lo que creen inversionistas que usan palabras como mercado y retorno; y ya en tiempos de ir consolidando una estructura económica que medianamente garantice el retiro, cocinan muy pendientes de seducir hasta el último de los caprichos. De allí que fantasear en un lugar del tiempo y del espacio que se parezca a los domingos en nuestras casas no es descabellado.
Me ha tocado un "retiro" con muchos años de antelación. Amaneciendo me llama mi socio Mauricio aun excitado por los medregales que logró ganarle a otro comprador a las tres de la mañana y yo espero paciente que sea una hora a la que Soleil (Mi jefa de cocina) ya esté despierta para indicarle que haremos ese día. Pasa y honestamente no me creo inmerso tan temprano en esa fantasía. Esa noche habrá un medregal con teriyaky de papelón y salsa inglesa... mañana no. No tengo menú, la isla me ha regalado la fantasía de la pizarra que se reinventa cada día.
Los cocineros tenemos fantasías. Por ejemplo, fantaseamos con esos países en los que cocinan maridados con las estaciones ¡Comenzaron a verse alcauciles! dice Narda Lépez en su Twitter, ¡Temporada de trufas! gritan este mes los diarios de Europa. Vivir en una isla implica depender de las decisiones de quienes "importan desde tierra firme", y ello lleva muchas veces a volcarse a la calle tras la búsqueda que llene despensas vacías.
En la intercomunal vieja que une Los Robles con La Asunción de mi isla de adopción, se para un viejito todos los día a vender lo que posiblemente le arranca a un conuco. ¿Todavía le quedan Cotoperis, Pomalaca y Mamey?, le pregunto. Ante su sentida negativa de viejo que desea complacer, y aceptando su ofrecimiento de los recién aparecidos Tamarindos Chinos, siento que vivo en un país bendito al que se le suceden las estaciones. No puedo evitar sonreír. Mi trufa se ha convertido en tamarindo y terminará en un plato con un Cacumo que me abraza con su dialéctica de provincia.
Los cocineros tenemos fantasías. Por ejemplo, fantaseamos que el conjuro a nuestros horarios es trabajar la mismas horas de siempre, pero acompañados de la familia. Cada noche, cuando en nuestro Mondeque la veo a ella en la caja y a la niña atendiendo a los clientes, entiendo que, sin haberme dado cuenta en qué momento sucedió, besé al sapo.
II
Agradezco al enólogo chileno Daniel Greve, quien en una conversa primaveral en Santiago hizo que de repente me enfrentara, a través de la añoranza, a esta etapa profesional que vivo. Conversando con él de mi país, entendí algo que no había terminado por internalizar: Vivo en mi pequeña isla de la fantasía.
Sumito Estévez
Caracas – Venezuela.
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