Comenzar con los niños ha sido siempre la consigna de quienes ven con avidez una plastilina que todavía acepta ser moldeada. Ideologías, religiones, educadores, entrenadores de deporte, militares, ecologistas; todos lo tienen claro: Las mujeres y los hombres del mañana sólo podrán ser diseñados desde la permeable inocencia de su niñez. Hablamos de un hecho inevitable que necesariamente pasa a ser una posibilidad hermosa tras la búsqueda de las utopías, o un arma perversa en manos de quien se sabe con el poder de construir a largo plazo un ejercito, sin importarle si en el camino se roba la juventud o la sanidad de esos infantes.
Uno de esos ejércitos está conformado por niños obesos que serán los enfermos del futuro. Una imagen caricaturesca, de no ser por las espantosas consecuencias que ya tenemos delante, como para hacernos la vista gorda. Los niños de la modernidad pertenecen a la generación con mayor índice de obesidad que haya existido, se calcula que comen en promedio 50 alimentos (nos referimos a vegetales, frutas y proteínas) de unos 20.000 para escoger, están perdiendo noción del recetario popular del país al que pertenecen y pasan muchas menos horas sentados en la mesa con los padres que sus predecesores. Ante semejante cuadro, no es casual que países y organismos internacionales estén tomando medidas de emergencia. Quizás las más dramática son las medidas adoptadas por la provincia de Quebec (Canadá), así como por Noruega y Suecia, de prohibir en su totalidad cualquier tipo de publicidad de alimentos dirigida expresamente a la población infantil. La premisa en este caso es sencilla: Qué sean los padres y no la pantalla de la TV la que defina que tipo de educación y costumbres alimentarias deben poseer las niñas y los niños de un país. Pero paralelo a las medidas radicales de los países nórdicos, comienzan a oírse voces que impulsan que sea a través de la educación hacia los más pequeños, que logremos al menos, regresar al momento en que las costumbres, tanto sanitarias como culturales de nuestros niños, eran las que la lógica de la evolución y del acervo habían logrado moldear de manera impecable por milenios de prueba y error. En pocas palabras, es hora de agregarle al pensum de primaria la materia cocina, ahora que no es tarde y podemos revertir en una generación el enorme mal logrado en apenas cincuenta años.
II
Cocinar es una experiencia de una transversalidad tremenda y por ello enseñarle a cocinar a un niño supera con creces el hecho vocacional y de diversión que implica aprender a lidiar con la alquimia de los fogones. Cocinar implica aprender el recetario popular que nos une con el pasado, nos conecta con el futuro impermeable y nos confiere unicidad a la hora de la diáspora. Si les negamos a nuestros hijos su sentido de pertenencia, con la cultura como ese cordón umbilical que nos une, habremos hecho el peor de los daños.
Cocinar implica ir a los mercados y ello a su vez un aprendizaje que va desde la economía familiar (haciendo que ellos se involucren como nunca con carencias y alegrías que conforman su propio núcleo), pasando por los avatares de la economía nacional y aterrizando en la realidad de productores que muchas veces nos han resultado transparentes.
Aprender a cocinar es el camino expedito para entender que la curiosidad es un arma y que la estacionalidad es una sucesión de cuadros de una película que se mueve a nuestro alrededor. Todos los niños y niñas que he conocido con apego a la cocina poseen un elemento común: Comen considerablemente más sano que sus compañeros. Posiblemente la razón detrás de este hecho radica en que una vez que un niño comienza a cocinar, desea aprender nuevas recetas (y por ende acercarse a nuevos ingredientes) y comienza a ver natural comer en la mesa con los padres, ya que es ella el único templo en donde mostrar las creaciones con orgulloso.
Aprender a cocinar implica un acercamiento natural hacia las costumbres de otros pueblos y respeto por sus costumbres religiosas. La tolerancia debe ser un entrenamiento.
Sentido de pertenencia, memoria del acervo, conocimiento de nuestra estacionalidad, consciencia de realidad económica y social desde un plano sensible, curiosidad, vida más sana y tolerancia hacia otras culturas y religiones, son valores que deseo para mis hijos. Parece mentira, pero parte del camino para lograrlo está a la vuelta de la esquina... o mejor dicho, de un caldero.
Sumito Estévez
Caracas - Venezuela
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