II
Siendo la cocina un arte basado en la contemplación de un acto claramente efímero como es engullir (aunque para el poeta Lezama lo efímero siempre fue mirar el movimiento de lo eterno), resulta irónico que la relación afectiva que establecen los humanos con los placeres asociados a su estómago sea particularmente duradera, permaneciendo como huella indeleble en el tiempo gracias a un arma muy poderosa como es la evocación. Es usual decir que ese proceso nostálgico se dispara a gracias al olfato por razones fisiológicas (aparentemente los receptores de memoria y de olfato se comunican), haciendo que los buenos recuerdos gastronómicos queden hermanados para siempre con los instantes vividos. Es tal el poder de nuestro olfato, que ha terminado por opacar con su sombra colorida a los otros sentidos; pero puestos a pensar con el foco en otro lado, descubrimos que comiendo y cocinando hemos estado rodeados, más bien arropados, con sonidos que, de aparecer, son trenes con boleto de ida y vuelta como diría Serrat.
III
Toc toc toc sonaban las arepas cuando mi Papá les caía a golpecitos rítmicos usando medio e índice bien pegaditos como baquetas. Es un sonido que jamás olvidaré. Varias veces he vuelto a ver como unas arepas recién salidas del horno son escuchadas por oídos entrenados, pero jamás he vuelto a oír ese sonido. Estoy seguro de que lo recocería al instante, y con él vendrían hasta el color de las baldosas de la cocina de aquel minúsculo apartamento de Residencias Lagunillas en donde me sentí grande porque me dejaban cocinar.
Pac, pac, pac era el ruido sordo, seco, de la pepa de un aguacate bailoteando en su cavidad hueca. Hasta el día de hoy no he terminado de comprender porqué es importante ese ritual, si es la mórbida carne la que delatará su madurez con una presión disimulada hecha con la yema del dedo índice. Aun así, el rito se repetía cada vez que mi tía Pina acercaba esa maraca imaginaria a su oreja derecha y con 4 contados maraqueos de diapasón lento, determinaba, siempre asintiendo con tres movimientos cortos de mentón, la calidad de la fruta.
Tlin...tlin...tlin. Con pausas de periodicidad maravillosa, chocaba el mango del dedo mágico (¡El miserable como le dicen en México!) contra el borde superior del bol de pyrex, cuando mi Mamá estaba en la cocina mezclando lo necesario para hacer una riquísima torta de piña que por cierto no he vuelto a probar ¡Añoro ese tlin-tlin! y sólo de pensar que lo escucho comienzo a salivar. Vuelvo a ser el niño que jugaba con su madre a que ella no se había dado cuenta que su hijo le pasaba el dedo índice, hasta dejar un camino perfecto sobre el vidrio gracias a un movimiento que describía un arco perfecto, al interior del bol. Los dedos con masa de torta no se lamen, se chupan desde la base y luego se secan en los lados del pantalón empezando por la parte de arriba del dedo. Siempre supe que ella me dejaba sobrantes de masa a propósito y ella siempre supo que yo sabía. Cuando finalmente sonaba el chirrear de bisagra envejecida de la puerta del horno era que comenzaban los olores ¡Pero todo comenzaba con ese tlin!
Crac, crac, crac. Cuando era pequeño comía mucha ciruela pasa. Las de antes venían con semilla. Me gustaban así, con semilla. Me comía unas cuatro, quizás cinco y al terminar con la carne, comenzaba a juguetear con las semillas entre los dientes medios hasta dejarlas pulidas. Acomodadas una al lado de la otra. En fila india. Luego empezaba el crac. Inocentemente pensaba que si trataba de quebrar la semilla haciendo presión de a poquito con la mandíbula, iba a conjurar las palabras agoreras de mis padres que predecían una visita temprana y primeriza al dentista. Mientras apretaba, subiendo cada vez más la presión, hacía un silencio absoluto. El mundo alrededor desaparecía ... y de repente el ¡crac! Me paralizaba por un segundo hasta asegurarme que cada esquina molar estaba en su lugar y sacaba la semilla, casi siempre partida de manera limpia por la mitad. Adentro estaba escondida la almendra blanca con su penetrante sabor de almendra amarga, que de ser cierto lo que decía en sus cuentos el maestro Quiroga, es el mismo aroma del romántico cianuro de los suicidios que a la postre acabara con él. Ese crac no es crac merey, o crac pistacho mal abierto.
Crac, Toc, Tlin, Pac. Los sonidos de mi infancia ¿Y los suyos queridos lectores?
Sumito Estévez
Caracas – Venezuela.
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