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Paladares Mundo

24 de octubre de 2010

GENERACIÓN IPOD‏

Recientemente mi hijo Pablo y yo, recorrimos algunos miles de kilómetros en autobús en jornadas signadas por la melancolía y los silencios que inevitablemente arropan a los viajeros. Fue un viaje al que traté de exprimirle los segundos porque, quizás pecando de fatalismo paternal, siento que mi niño-grande está a punto de comenzar sus recorridos en solitario o con sus afectos adquiridos, lo que en términos prácticos, para mi es exactamente lo mismo.
Cuando dos personas viajan muchos días compartiendo habitaciones en hoteles de carretera, la convivencia pasa a ser un inédito cotidiano que requiere todas las horas del día y una sucesión de rutinas compartidas. Una de ellas resultó ser el campanazo más claro que he recibido últimamente a la hora de mostrarme que comienzo a ser parte de otra generación...nunca oímos música juntos en ese viaje. Después del “Bendición Papi” que, cada vez susurra más bajito, ambos nos calábamos sendos audífonos y dormitábamos hasta enredarnos con el cable y dejar caer el artilugio tecnológico a la alfombra.
Pertenezco a una generación en la que oír música pocas veces era un acto solitario, no compartido. Mi padre ponía la trompetas de Teleman para despertarnos, mi madre colocaba ritualmente un cassette Phillips de caja gris con el “Adagio” de Albinoni y nos conminaba a sentarnos en la sala para escucharlo en silencio, mi abuelo colocaba su disco con el “Concierto para violín” de Brahms y académico hablaba sobre un concepto que añoro, el concepto de la versión. Inclusive, la compra de un nuevo aparato que despertara la envidia de quienes no lo teníamos aún, no era el acto onanista de hoy que se limita a coleccionar aumentos de “memoria sólida”, sino todo un evento social. Cuando mi amigo Nelson me invitó a oír en su casa el LP “The Joshua Tree” de U2, no pude entender en ese momento lo que a la postre habría de ser uno de mis discos favoritos, debido a lo absorto que estaba viéndole controlar el estroboscopio del plato, mientras disfrutaba, no sin envidia, su disertación sobre la calidad de la agujas.
Obviamente no se trata de una queja de mi parte. Simplemente es una añoranza. Yo mismo no sé si todavía estoy entrenado para vivir en compañía los cientos de registros digitales que conservo en mi minúsculo aparato mp3... también me he convertido en un solitario y es justamente la inevitabilidad de ese acto, lo que ha ido convirtiéndose en una de mis mayores angustias: ¿Será que gastronómicamente también nos estamos convirtiendo en una “generación iPod”? De ser así (lo que creo), ¿Estamos a tiempo de que sea reversible?
II
Sylvia, mi esposa, tiene un buen rato haciendo la cena para nosotros. Abrió la despensa y recuperó del pasado algunos ingredientes que llegaron en la maleta. De la nevera saca sobras de la semana para convertirlas con su magia en otro de sus irrepetibles inventos que envidio. Es cuando, por tercera vez grita ¡A comeeer!, que finalmente logra reunirnos. Es curioso, sólo a una madre puede sonarle amoroso ese grito. Adri finalmente ha cazado un programa de TV que hace rato quería ver y nos pide que la dejemos comer en el sofá -“sólo ésta vez Mami”-, Andre tiene una entrega mañana y le quedan por delante varias horas de trabajo, este servidor no logra salir de la desazón que produce una pantalla a la que aún le faltan 3000 caracteres para ser un artículo digerible. La cena está particularmente buena y así se lo hacen saber a la matrona familiar a medida que todos vuelven a encontrarse alrededor del lavaplatos. Son una familia iPod. Una a la que le gusta comer, pero que se creyó el cuento de unos tiempos que se empecinan en convencernos que realmente no tenemos a disposición los treinta minutos que exige una mesa en familia. Cena espasmódica, disgregada. No son una familia diferente a la de los trabajadores que mascullan en la oficina, o a los muchachos que dejan apurados la casa y desayunan en la escuela.
III
La vida nos va llenando de reductos y es en esos resquicios que uno puede olfatear que no es irreversible. La parrilla entre varios, la cena familiar ritualmente planificada cada semana, la madre que “obliga” a sus hijos a comer sentados cada noche, la pareja de recién casados que recordará con melancolía por siempre los 50 metros cuadrados en los que ahora viven... las migas que en las sábanas quedan como testigos.
Comer, por suerte, sigue siendo un acto que, si no del todo en la práctica, seguimos considerándolo un acto social; pero ya no es uno que podemos dar por sentado. Si nos descuidamos, a la vuelta de la esquina, sin apenas notarlo, estaremos comiendo con los audífonos puestos y esta vez a la alfombra no caerá el aparato de música, sino nuestro pasado.

Sumito Estévez
Caracas – Venezuela

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